La caída de Pedro Castillo en Perú genera el sexto relevo presidencial en los últimos cinco años, y demuestra que la crisis en ese país no es imputable a una sola persona, sino que se trata de un problema estructural, que es indispensable atender y corregir a partir de un enfoque integral sobre la realidad nacional y el entorno internacional, que considere en un primer término, el bien común del pueblo peruano.
Desde hace décadas en Perú existe un conflicto entre el Presidente y el Congreso. Cada presidente del signo político que fuere pasa de rehén de poderes reales o institucionales a chivo expiatorio, para ser destituido y a veces encarcelado. A la caída de Castillo llega la Presidenta Dina Boluarte, quien enfrenta protestas que son duramente reprimidas con un saldo de veinticinco muertos hasta el domingo pasado, y desde el mismo día de su toma de posesión, la Presidenta enfrenta exigencias desde el propio Congreso para que renuncie.
Boluarte propone convocar a elecciones tanto de Presidente como del Congreso para intentar una regeneración a partir del voto ciudadano, pero la propuesta es rechazada por mayoría de los Congresistas, lo que revela una falta de voluntad que pone los pelos de punta. La pregunta es: ¿A qué se enfrenta Perú?. Un artículo del periodista Andrés Oppenheimer titulado “En Perú caen los Presidentes pero no la Economía” (1), que publicó el Miami Herald el lunes de la semana pasada, ofrece una repuesta cuando dice: “Por extraño que parezca, Perú es uno de los países más estables de América Latina…”.
La afirmación que antecede resulta absurda a la luz de lo que ocurre en Perú, pero se explica porque el analista se refiere solo a la estabilidad económica, sin que le parezcan dignas de interés ni la situación social, ni la estabilidad política del país y mucho menos, el bienestar de los peruanos. Oppenheimer se limita a festejar los índices macroeconómicos sobre la riqueza y alta productividad del Perú, lo que lleva al lector a cuestionar la falta de políticas públicas de redistribución del ingreso, que deberían existir para reducir las diferencias sociales y los niveles de pobreza.
Esta mezcla bizarra de bonanza económica y estado fallido es un paraíso para globalistas internacionales que en complicidad con la oligarquía local se benefician de materias primas a placer y de mano de obra barata. Lo normal es suponer que un estado de derecho sólido atrae a la inversión extranjera, pero lo cierto es que existen inversores sin escrúpulos que prefieren negociar con estados débiles y vulnerables a los que imponen condiciones leoninas; tales empresas mundiales exigen seguridad jurídica para sus propios intereses, pero no se hacen responsables ni un ápice de su entorno social y por el contrario, se benefician del caos institucionalizado.
Toca al propio pueblo peruano y a sus minorías dirigentes la responsabilidad de salir de la trampa, porque entre la rapacidad del capitalismo global y la dictadura del proletariado, existen otros caminos. La caída del comunismo probó el fracaso de la economía centralizada, y abrió paso a la conversión de los países de la extinta Unión Soviética y sus satélites hacia la búsqueda de la libertad, sobre el cimiento de su propia identidad nacional e intereses particulares, lo cual han concretado en sistemas mixtos de capitalismo de estado con inversión privada, que cuentan con normas fiscales para redistribuir el ingreso en aras del bien común de la sociedad.
Los mexicanos debemos aprender de la paradoja peruana. Uno de los aciertos del gobierno de López Obrador es el conducir las relaciones con los Estados Unidos, nuestro principal socio comercial, en base al equilibrio entre la integración económica de ambas naciones y el respeto a la soberanía de nuestro país.
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